...Y pensé también que, como todos hemos sido niños antes de ser hombres, y nos ha sido preciso dejarnos gobernar durante mucho tiempo por nuestros apetitos y por nuestros preceptores, que muchas veces eran contrarios los unos a los otros, y acaso ni los unos ni los otros nos aconsejaban siempre lo mejor,
es casi imposible que nuestros juicios sean ni tan puros ni tan sólidos como habrían sido si hubiésemos tenido el uso completo de nuestra razón desde el momento de nuestro nacimiento, y no hubiésemos sido nunca dirigidos sino por aquélla.Es verdad que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único propósito de rehacerlas de otra manera y de hacer más bellas las calles; pero vemos que muchos particulares
demuelen las suyas para reconstruirlas, y que incluso muchas veces se ven obligados a hacerlo cuando los edificios están en peligro de derrumbarse y sus cimientos no son bien firmes. Siguiendo ese ejemplo, llegué a persuadirme de que no es
verdaderamente probable que un particular se proponga reformar un Estado con el propósito de cambiarlo todo desde los fundamentos y
derrocarlo para reconstruirlo; ni tampoco reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para
enseñarlas; pero que, respecto a las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, yo no podía hacer nada mejor que emprender de una vez la tarea de retirarles ese crédito, a fin de darlo después a otras mejores, o a las mismas, cuando las hubiese ajustado al nivel de la razón.
Y creí firmemente que por ese medio conseguiría conducir mi vida mucho mejor que si edificaba sobre viejos fundamentos y me apoyaba únicamente en los principios que había aprendido en mi juventud sin haber nunca examinado si eran verdaderos.Porque, aun cuando viese en tal cosa diversas
dificultades, éstas no eran, sin embargo, de las que no tienen remedio, ni comparables con las que se encuentran en la reforma de las cosas más sencillas relativas a la cosa pública, los grandes cuerpos de los Estados son muy difíciles de levantar, una vez abatidos, e incluso de sostener, si es que se bambolean, y sus caídas han de ser
necesariamente muy duras. Además, por lo que hace a sus imperfecciones, si es que las tienen, y su misma diversidad nos asegura ya que algunos en efecto las tienen, la costumbre, sin duda, las ha endulzado mucho, e incluso ha evitado algunas o ha corregido insensiblemente muchas que la prudencia no habría podido remediar igual de bien; y, en fin, son casi siempre más soportables que lo que lo sería su cambio, del mismo modo que los caminos reales que serpentean entre montañas se hacen poco a poco tan lisos y cómodos, a fuerza de ser
frecuentados, que seguirlos es muy preferible a tratar de cortar por el atajo trepando por las rocas y descendiendo al fondo de los precipicios.
Por esa razón no puedo aplaudir de ninguna manera a esos hombres de confuso e inquieto carácter que, sin ser llamados ni por su nacimiento ni por su fortuna a la administración de las cosas públicas, no dejan de hacer siempre en éstas, en idea, alguna nueva reforma; y si yo pensase que en este escrito hubiera la menor cosa que pudiese convertirme en sospechoso de semejante locura, me habría guardado mucho de consentir en su publicación.
Mi propósito no se ha extendido nunca a más allá de tratar de reformar mis propios pensamientos, y edificar en un terreno que me pertenece totalmente. Si por haberme agradado mi obra, presento aquí el modelo al lector, eso no quiere decir que aconseje a nadie que lo imite.
Aquellos a quienes Dios haya favorecido más y mejor con sus mercedes tendrán tal vez propósitos más elevados, pero temo mucho que el mío resulte ya demasiado atrevido para algunos.
La resolución de deshacerse de todas las opiniones a las que se daba crédito no es un ejemplo que todos hayan de seguir.
Y el mundo no está apenas compuesto más que por dos clases de espíritus, a los que no conviene en manera alguna, es decir, de aquellos que, creyéndose más hábiles de lo que son, o pueden abstenerse de precipitar sus juicios, ni tienen suficientes paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos, y así resulta que, una vez que se hubiesen tomado la libertad de dudar de los principios que han recibido y apartarse del camino que hay que seguir para marchar más derecho, y permanecerían extraviados durante toda su vida;
y después de aquellos que, teniendo la suficiente razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras personas por las cuales pueden ser instruidos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de esas personas en vez de buscar por sí mimos otras mejores.
Por lo que a mí respecta, yo habría sido sin duda uno de estos últimos si no hubiese tenido nunca más que un solo maestro, o si no
hubiese sabido las diferencias que ha habido en todo tiempo entre las opiniones de las más doctos.
Pero como ya en el colegio había aprendido que no es posible imaginar nada tan extraño e increíble que no haya sido dicho por alguno de los filósofos, y habiendo reconocido después, en mis viajes,
que todos los que tienen opiniones contrarias a las nuestras no son por eso bárbaros o salvajes, sino que muchos hacen tanto o más que nosotros uso de la razón, y habiendo considerado cómo un mismo hombre, con su mismo espíritu, criado desde la infancia entre franceses o alemanes, se hace diferente de lo que sería s hubiera vivido siempre entre chinos o caníbales, y cómo, hasta en las modas de nuestros vestidos, lo que nos ha agradado hace diez años más, nos parece ahora
extravagante y ridículo,
de manera que lo que nos persuade es la costumbre y el ejemplo, más bien que un conocimiento cierto, y que sin embargo, la pluralidad de los votos no es una prueba que valga cuando se trata de verdades un poco difíciles de descubrir, porque es más verosímil que las haya encontrado un hombre solo que no todo un pueblo, yo no podía escoger persona alguna cuyas opiniones me pareciesen preferibles a las de los otros, y me vi obligado a emprender yo mismo la tarea de guiarme.